Siempre podemos irnos a donde queramos
-Buenos días
Ella ya había
llegado. Estaba en el parque desde ya hacía tiempo por la impaciencia del no
llegar a la hora prevista. Se sentó conmigo y empezamos a perdernos en la
inmensidad del cristalino lago que teníamos en vanguardia. Ese día fue
inolvidable. Sí, hablamos de muchas cosas pero compañero, conectamos de una
manera de la que solo pueden entenderse dos personas que aprecian la vida. En
un momento me dijo “Dame la mano” y me dedicó una sonrisa a la cual respondí
idénticamente entendiendo lo que quería decir.
Continúa...
Dejamos discurrir
nuestra imaginación en aquel hermoso paisaje. Los edificios que rodeaban el
parque transmutaron en dunas del desierto, en un río que se insería a lo largo
del pueblo pescador. Nos vimos transportados a Egipto, a la época de aquellos
grandes faraones. No me pregunten dónde estábamos pero se asemejaba a un templo
o a un palacio. Me situaba junto a ella en la terraza más alta, al lado de la
gran cuesta que se fusionaba con un puente al cruzar nuestro río. En cada
terraza estaban plantados arbustos de incienso, de color violeta que
contrastaba con el color aguamarina del Nilo y la aridez salina de la arena
amarilla solar de aquel profundo desierto. En aquella extensión de nuestro
vasto imperio podíamos divisarlo todo, los sacerdotes, los sonidos del agua…
Hasta que la divisé a
ella.
Vestida de la manera
más maravillosa que se pueda imaginar, un vestido blanco, sin demasiada
ornamentación, y una diadema de la diosa isis. El kohl obsidiana de sus
párpados remarcaba aquellos ojos fulgentes y ardientes con una fuerza que nunca
vi. Sus tersas y prístinas manos perladas atacaban con caricias mi cara la cual
no ofrecería resistencia alguna…
-Ya estamos ¡a ver si
echáis las cáscaras de las pipas a la papelera!
Súbitamente de
retorno a la lóbrega realidad por un jardinero, nos miramos mutuamente.
-Aciaga realidad-
Comenté
-Siempre podemos
irnos a donde queramos- Replicó con una amplia sonrisa.
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