jueves, 6 de junio de 2013


Siempre podemos irnos a donde queramos



-Buenos días

Ella ya había llegado. Estaba en el parque desde ya hacía tiempo por la impaciencia del no llegar a la hora prevista. Se sentó conmigo y empezamos a perdernos en la inmensidad del cristalino lago que teníamos en vanguardia. Ese día fue inolvidable. Sí, hablamos de muchas cosas pero compañero, conectamos de una manera de la que solo pueden entenderse dos personas que aprecian la vida. En un momento me dijo “Dame la mano” y me dedicó una sonrisa a la cual respondí idénticamente entendiendo lo que quería decir.

Continúa...


Dejamos discurrir nuestra imaginación en aquel hermoso paisaje. Los edificios que rodeaban el parque transmutaron en dunas del desierto, en un río que se insería a lo largo del pueblo pescador. Nos vimos transportados a Egipto, a la época de aquellos grandes faraones. No me pregunten dónde estábamos pero se asemejaba a un templo o a un palacio. Me situaba junto a ella en la terraza más alta, al lado de la gran cuesta que se fusionaba con un puente al cruzar nuestro río. En cada terraza estaban plantados arbustos de incienso, de color violeta que contrastaba con el color aguamarina del Nilo y la aridez salina de la arena amarilla solar de aquel profundo desierto. En aquella extensión de nuestro vasto imperio podíamos divisarlo todo, los sacerdotes, los sonidos del agua…

Hasta que la divisé a ella.

Vestida de la manera más maravillosa que se pueda imaginar, un vestido blanco, sin demasiada ornamentación, y una diadema de la diosa isis. El kohl obsidiana de sus párpados remarcaba aquellos ojos fulgentes y ardientes con una fuerza que nunca vi. Sus tersas y prístinas manos perladas atacaban con caricias mi cara la cual no ofrecería resistencia alguna…

-Ya estamos ¡a ver si echáis las cáscaras de las pipas a la papelera!

Súbitamente de retorno a la lóbrega realidad por un jardinero, nos miramos mutuamente.

-Aciaga realidad- Comenté

-Siempre podemos irnos a donde queramos- Replicó con una amplia sonrisa.

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