lunes, 22 de octubre de 2012

Campos...



Buenas, os presento otro de mis escritos. Comienza un poco seco pero, a la altura de la mitad del texto, doy una vuelta de tuerca que espero os guste,
Un abrazo.


Campos…

Otro día que íbamos al campo, ¡Qué rollo! Sin amigos, sin Internet ¡y mucho menos algo de cobertura para el móvil!

Continúa...

-Juan, esta vez al menos sal del coche cuando lleguemos, que tu madre y yo no pasamos nunca del río.

-Sí papá- admirable consideración infantil, volvió a jugar con el móvil.

-Hijo, fíjate qué frondoso bosque. Deben de ser unos árboles ancestrales…

-Ahmmm, sí… Seguro que si a alguien se le cae una cerilla, con todo tan pegado se quema.

Proseguimos con el viaje con el típico bamboleo de las carreteras montañosas y con la habitual sensación de vértigo que te hace pensar en caer al vacío por ese inmenso precipicio. 

Me acomodé en el coche. Apagué el móvil para ‘sobrevivir’ luego por si me quedaba sin batería. De repente, mi padre para el coche y es que se ha ‘calado’ por lo que nos toca bajar y empujarlo hacia la pequeña planicie cerca de la carretera. Bueno, más tiempo perdido; volví a encender el móvil pero en un rato me cansé y salí a estirar las piernas ya que papá se había ido andando al pueblo a llamar a una grúa desde aquellos vestigios de civilización, que tampoco estaba muy lejos, y acabé pateando un canto. Sin saber qué hacer y mi madre observando los papeles de la guantera, me dejé guiar por el camino que creaba la piedra cuando le proporcionaba un puntapié.

Me llevó frente a un árbol resinoso y ambarino. Era un pino pero no me pregunten la clase, con su profunda copa insiriéndose en la bóveda de terciopelo añil veteado de trazas espumosas, navegantes celestiales. Omnipotentes y fuertes brazos que proporcionaban calidez ante la intempestividad, bajo ellas me acogía cual retoño divisa a un gigante. Diversos pájaros ideaban su utópica sociedad en torno a este guardián, tomándole prestadas las ramas y bienvenidos a ellas como verídicos inquilinos. Una sociedad, que difería más, entablaba su fungicomunidad a los pies del árbol como verdaderos místicos ante su líder teocrático mediante una sociedad estratificada alrededor de la tez apergaminada del gran Dios. 

Prófugas raíces se internaban hacia los entresijos del interior terrestre para llegar al generador de energía que mantendría a nuestro pilar y se adherían a la tierra como tendones. Palpé su torso de cristal ahumado que, como gotas, se deslizaba y creaba una ilusión a las vidrieras de una catedral gótica o a las ventanas iluminadas bajo el porche a la espera de alguien…

-Juan, vámonos, ya llegó la grúa.

Con este súbito retorno a la aciaga realidad, me despedí del árbol y volví corriendo no sin antes dedicarle una fugaz mirada atrás.

-¿Mamá, cuándo volvemos?


Carlos Moreno

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